miércoles, 20 de febrero de 2008

Pequeño y grande Francisco de Asís

Era más ambicioso que su padre Pedro Bernardone, de quien aprendió el arte del comercio. Un joven agresivo, como se diría hoy, que aspiraba a triunfar en el mundo, a ser rico, famoso y poderoso. Cualidades y medios no le faltaban; por eso intentó lograr sus objetivos por el camino de las armas y la violencia.
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Su carrera militar quedó truncada, sin embargo, no sólo por su inestable salud física, sino, sobre todo, porque alguien le salió al encuentro en el camino, para mostrarle un camino mejor. Hablamos, por supuesto, de Francisco de Asís, el joven que, incluso después de su conversión, siguió siendo ambicioso y voluntarista; porque se puede cambiar de objetivos, pero no de caracter.
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El caso es que Francisco mantuvo siempre altos sus ideales, y lo mismo que de joven soñaba con ser el más grande príncipe, el más rico y el más famoso, después de su conversión lo vemos aspirando a ser "el menor, el último y el servidor de todos". ¿Por qué? Porque entendió bien aquellas palabras de Jesús en el Evangelio, cuando dice: "Quien quiera ser el primero, se haga el último y el servidor de todos".
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Es la paradoja del evangelio: hacerse el último para ser el primero, hacerse pobre para ser rico en el reino de los cielos, vender todo lo que se tiene para comprar la perla de valor incalculable o el campo que esconde un gran tesoro. Francisco entendió que el Señor le proponía un gran negocio y él, como buen comerciante, se arriesgó, lo dejó todo para tenerlo todo; se hizo "menor" para ser el más grande. Y bien que lo consiguió. No le fue fácil, es cierto, tuvo que enfrentarse primero a su padre y a sus paisanos, incapaces de comprender la novedad del Evangelio; tuvo que hacerse violencia para aceptar a los leprosos y vivir como un pobre harapiento; tuvo que defender su ideal frente a algunos hermanos suyos incapaces también de entender la radicalidad del mismo; y, sobre todo, tuvo que vencerse a sí mismo, sus ansias de dominar y de imponerse sobre los demás; pero al final lo consiguió. Por eso hoy Francisco, después de ocho siglos, sigue siendo uno de los hombres más queridos, más admirados, imitados e influyentes del mundo entero, no sólo entre católicos, sino también entre los demás cristianos e incluso agnósticos y ateos.
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No hay duda de que la vida y el testimonio de Francisco de Asís son la mejor prueba de que el Evangelio de Jesucristo no es, como algunos dicen, una utopía, es decir, algo que no existe en "ningún lugar" (eso significa utopía), sino algo que se puede vivir y practicar, y que además funciona. Lástima que, como dijo Jesús: "estrecha es la senda, y son pocos los que dan con ella"; pero ya se sabe que el Señor se complace en manifestar sus secretos a los pobres, sencillos y humildes de corazón, y el secreto de Francisco está precisamente en eso.
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Quiera Dios que este sencilla reflexión mía sirva para que algún joven ambicioso y agresivo entienda y descubra dónde se encierra la verdadera riqueza, el verdadero éxito y el verdadero poder, y sea capaz de venderlo todo para comprar esa perla y ese campo con los que podría realizar sus sueños de gloria y de grandeza.
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Paz y bien.


miércoles, 6 de febrero de 2008

Desnudos y sin máscaras

Se acabó el Carnaval. Muchos ya han guardado su disfraz llamativo y de colores para la ocasión, y han vuelto a ponerse el disfraz de todos los días, ese disfraz gris anodino que adoptamos en nuestra vida diaria. Porque la realidad es que, aunque nos cueste aceptarlo, la vida para la mayoría de nosotros es un permanente Carnaval, un continuo esconderse detrás de una máscara para que el otro no descubra mi verdadera personalidad, mis verdaderos sentimientos, mis pensamientos más sinceros.Dicen los sociólogos y psicólogos que entienden de estas cosas que nos retratamos mucho mejor en Carnaval que en la vida ordinaria. Lo que pasa es que en Carnaval podemos hacerlo, porque la máscara nos garantiza el anonimato. Pero en la vida diaria, cuando todos nos conocen, tenemos que buscar otras estratagemas para seguir escondiéndonos de los demás. ¿Las razones? Se pueden resumir en una sola: miedo a que descubran nuestras miserias o debilidades, y a que nos hagan daño.
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Lo que acabo de decir tal vez explique por qué la mayoría prefiere el Carnaval a la Cuaresma. Porque la Cuaresma, que empieza el Miércoles de Ceniza, es un tiempo en el que se nos obliga a ser nosotros mismos, y a reconocer precisamente nuestra miseria: "Recuerda que eres polvo, y en polvo te convertirás", nos dice la liturgia del día. O bien, esta otra fase: "Conviértete y cree en el Evangelio". Es mucho lo que nos pide Cristo por medio de la Iglesia. Cuando dice que hay que hacerse como niños para entrar en el Reino, nos está diciendo que dejemos a un lado nuestras defensas, armaduras, máscaras, escudos protectores, mecanismos de defensa y todo aquello que nos defiende de las agresiones, pero nos impide ser libres e ir libremente en busca del prójimo para decirte: "Te amo". Aunque eso nos vuelva aparentemente vulnerables, como un niño.
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La Cuaresma es, por tanto, tiempo de desnudarse, de atreverse a dejar a un lado las máscaras hipócritas con las que tratamos de engañarnos a nosotros y a los demás, ofreciendo una imagen falsa de nosotros mismos. Y desnudarse no es sino presentarse ante el Señor tal como somos, con nuestra pobreza, debilidades y miserias, y decirle: "Señor, sólo puedo confiar en tí; tú solo eres mi escudo protector, mi baluarte, mi roca salvadora; sólo tú me puedes despojar del hombre viejo que hay en mí, destruir esos pecados míos que oculto, y revestirme del hombre nuevo nacido de la gracia".
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Los primeros cristianos se desnudaban completamente antes del baño bautismal, y luego, al salir, ya no se ponían la misma ropa, sino que se cubrían con una túnica blanca, signo del nuevo nacimiento: "Eres ya una nueva criatura", dice el sacerdote al recién bautizado, en el momento de imponerle la vestidura blanca.
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La Cuaresma no debería darnos tanto miedo. Si supiésemos de verdad lo que significa, la desearíamos mucho más que el Carnaval, porque el tiempo cuaresmal es un tiempo de liberación, de recuperar la libertad de los hijos de Dios, que no necesitan protegerse contra nada ni contra nadie, porque han hecho del Señor su refugio seguro. ¡Lástima que muchos prefieran seguir viviendo de falsos sueños y de ilusiones vanas, aparentando siempre ser lo que no son, y ocultando siempre lo que de verdad son!
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Mi invitación a tí, amigo o amiga que me lees, es que aproveches este tiempo de gracia que llamamos Cuaresma para quitarte todas las caretas y abrirte al don de la gracia, al don de la libertad que Cristo ofrece gratis a cuántos creen en él y le siguen por la senda estrecha de quien se niega seguir por caminos que no llevan a nada y nos dejan con las manos vacías. Caminemos con Cristo hacia la Pascua liberadora, participando con él en el generoso sacrificio de quien no vive para defenderse, sino para amar a los demás, aún a costa de la propia vida, si fuera necesario. Porque no hay amor sin sacrificio, y "no hay mayor amor que dar la vida por los amigos". Como Cristo.
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Feliz Cuaresma.

lunes, 4 de febrero de 2008

Comunión y devoción eucarística


Acabo de leer la siguiente noticia:

"Recibir Comunión en la mano debilita devoción frente al Santísimo, dice autoridad vaticana. El Arzobispo Albert Malcolm Ranjith, Secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, subrayó que al recibir la Comunión en la mano se produce "un creciente debilitamiento de una conducta devota frente al Santísimo". En su opinión la Iglesia debería reconsiderar el permiso para recibirla de esta forma".

Según la misma noticia, el citado arzobispo no ha hablado como Secretario de la Congregaci´n para el Culto y los Sacramentos, sino que ha expuesto estas opiniones personales suyas, tan discutibles como las mías, en el prólogo de un libro editado en enero por la Librería Vaticana. Por supuesto que son opiniones que merecen todos los respetos, pero yo no las comparto, porque me parece, en primer lugar, que, si es verdad lo que dice, tanto él como yo, y todos los diáconos, sacerdotes, obispos, e incluso el Papa, por el hecho de tocar con nuestras manos a diario el cuerpo de Cristo antes de llevarlo a la boca, estaríamos incurriendo en un "creciente debilitamiento de una conducta devota frente al Santísimo", lo cual me parece sencillamente absurdo.

En segundo lugar, según ese razonamiento, lo que monseñor está diciendo es que los que comulgan en la boca tienen una devoción más robusta ante el Santísimo que los que lohacen con la mano. A mí eso me parece un desprecio a la conciencia de los creyentes, aparte de no tener en cuenta que lo que "contamina al hombre" no depende de la mano o de la boca, sino de lo que sale del corazón, como muy bien dice Jesucristo en el Evangelio. Por eso, uno que comulga en la mano lo puede estar haciendo con una devoción inmensamente mayor que otro que comulgue en la boca, y viceversa.

En tercer lugar, Mons. Ranjit dice que la práctica de la comunión en la mano fue "introducida de manera abusiva y precipitada en algunos ámbitos". Tampoco me parece un argumento razonable. Es cierto que en algunas diócesis y países hubo fieles que se adelantaron a comulgar en la mano antes de que la Iglesia lo autorizara; pero aquello pasó. La Iglesia permitió que los obispos lo autorizaran si lo veían conveniente, y la mayoría de ellos así lo hicieron. De ese modo, con la autoridad de la Iglesia, la comunión en la mano se permite hoy prácticamente en todo el mundo.

En cuarto lugar, por ese camino de retroceso que propone Monseñor, sólo conseguiríamos volver a aquellos escrúpulos que nos inculcaban de niños, cuando casi casi se nos amenazaba con el infierno si tocábamos la hostia consagrada con los dientes. ¡Qué privilegio tendrá la lengua, que no tienen las manos o los dientes!

En quinto lugar, yo no me imagino a Jesucristo diciendo a sus apóstoles: "Tomad y comed", mientras les ponía el trozo de pan en la boca. Eso lo hacen las mamás con sus bebés, o las enfermeras con los enfermos imposibilitados, pero no es práctica común entre los humanos en condiciones normales.

Sabemos, por último, que los cristianos de los primeros siglos no solamente tocaban con sus manos el cuerpo de Cristo, sino que lo conservaban en sus casas para los enfermos y para ellos mismos. ¿Será que le tenían muy poco respeto al Santísimo cuerpo de Cristo por esa práctica que monseñor considera debilitadora de la devoción?

Ya sé que este es un tema inacabable que se presta mucho a la polémica, pero yo pienso que a la Iglesia no le vendría mal ser mucho más conservadora de lo que es, pasando de las innovaciones medievales de la "Cristiandad" a las prácticas y costumbres mucho más antiguas de los primeros creyentes, aquellos que, como nosotros en nuestro tiempo, vivían acosados e incluso perseguidos en un mundo hostil y no perdían el tiempo en discusiones bizantinas e inútiles como esta. Porque de lo que se trata es de vivir el Evangelio a fondo y con todas las consecuencias. Hay todo un mundo ahí fuera que nos observa, y tiene hambre y sed de Cristo. De ese Cristo que se nos ofrece humildemente bajo la apariencia de pan y de vino, en ese misterio eucarístico que hacía exclamar a Francisco: "Mirad, hermanos, la humildad de Dios, y derramad ante él vuestro corazón". Eso es lo que necesita el mundo de hoy: contemplar gustar la humildad de Dios, y no tantas normas absurdas y restrictivas que lo alejan de él.

Con todos mis respetos y disculpas para quienes piensan de otro modo.

domingo, 3 de febrero de 2008

María y el sacerdocio de los creyentes

La fiesta de la Purificación de la Virgen María y de la Presentación de Jesús en el templo que celebrábamos ayer tiene muchas lecturas, y la que quiero referir aquí es, quizás, una de las más importantes.
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Veíamos ayer, fiesta de la Candelaria, cómo José y María se dirigen al Templo de Jerusalén al cumplirse los cuarenta días del nacimiento de Jesús, el primogénito, para ofrecerlo a Dios y rescatarlo con un par de pichones, como establecía la ley. Pero antes del ofrecimiento, la madre tenía que cumplir un rito de purificación legal debido al parto.
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Aparte del buen ejemplo que para todos nosotros, y en particular para todas las familias creyentes, puede suponer la obediencia y docilidad de una familia tan cumplidora, el Evangelio (Lucas, 2, 22-40) va mucho más allá en la intencionalidad del relato.
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Si, como ya comentamos en otros post anteriores, en cada episodio de la infancia de Jesús hay como un anticipo profético de su misterio pascual de muerte y resurrección, en este de la Presentación tampoco podía faltar, y no me refiero solamente a la profecía de Simeón, anunciando a María que una espada de dolor le iba a traspasar el alma.
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No olvidemos que aquí nos encontramos en el templo, en el contexto de un sacrificio. Los dos pichones fueron sacrificados, para rescatar al hijo, según la ley. Y es la madre , después de su purificación, quien presenta al hijo ante el altar. No se necesita mucha imaginación, para entender que María, en ese momento, está anticipando algo que la Iglesia realiza a diario en el sacrificio eucarístico: el ofrecimiento al Padre de su Hijo unigénito, como sacrificio agradable y hostia inmaculada por nuestros pecados y por la salvación de todos los hombres.
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María representa, pues, en ese momento, a toda la Iglesia universal, en cuanto pueblo sacerdotal llamado a presentar al Padre, desde todos los confines de la tierra, una ofrenda pura. Y, puesto que la pureza no tiene que ser sólo cualidad de la víctima, sino también de quien la ofrece, es por eso que María, previamente, se ha sometido a un rito de purificación. ¿Qué sentido tendría, si no, la purificación de quien fue concebida sin mancha y estuvo preservada de todo pecado, si no fuera porque en ese momento no se representaba a sí misma, sino a todos nosotros, creyentes que formamos la Iglesia?
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Dicho eso se entiende mejor ahora por qué, cuando acudimos a nuestras iglesias a participar del sacrificio eucaristico, y sancionamos con nuestro Amén el ofrecimiento que el sacerdote, en nombre de todos, hace al Padre del sacrificio del cuerpo y de la sangre sangre de Cristo, desde al principio hasta el fin de la celebración no cesamos de renocernos pecadores, de pedir perdón por nuestras culpas, y de rogar al Señor que nos haga dignos de estar en su presencia. ¿Acaso no es la Misa también para nosotros un rito de purificación, como lo fue para María en el templo hace dos mil años. Un rito de purificación previo a la participación en el sacrificio de Cristo mediante la comunión de su cuerpo y de su sangre. Y se entiende mejor por qué, en el caso que nuestros pecados sean realmente graves, la Iglesia nos exija también la purificación mediante el Sacramento de la Reconciliación. Pues decía Jesús: "Si cuando vas a presentar tu ofrenda ante el altar te acuerdas de que algún hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda y ve primero a reconciliarte con tu hermano".
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Desde una visión más amplia, la Cuaresma que estamos a punto de empezar no es sino un tiempo de purificación previo a la celebración de los misterios pascuales, es decir, de la dolorosa entrega de Cristo al Padre en la Cena y en la Cruz, y de su gloriosa resurrección. Quien quiera participar de ese misterio de muerte y vida, no tiene más remedio que purificarse, pues nada impuro puede entrar en la presencia del Señor.
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Y no te canso más, amigo que me lees. Espero que estas reflexiones mías te ayuden a ser mejor cristiano, y a vivir con más coherencia tu vida de fe, siguiendo el ejemplo de María y, sobre todo, el de Jesús, porque todos estamos llamados a ser, con ellos, sacerdotes, víctimas y altar, para gloria del Padre.
Que él te bendiga.