jueves, 10 de abril de 2008

Bautizados para resucitar con Cristo

Estamos en Pascua, la fiesta de las fiestas para un creyente; porque la fe cristiana tiene como núcleo central la resurrección de Jesucristo. Es la Pascua de Jesús la que da sentido a nuestra fe, hasta el punto de poder decir, con San Pablo: "Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana vuestra fe" (1Co 15,14).
Pero Cristo ha resucitado, y por tanto podemos creer y esperar en su promesa de que también a nosotros se nos resucitará en el último día. Sólo tenemos que creer en él, fiarnos de él, dejarnos guiar por él, y bautizarnos en el nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
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Porque, ¿qué es el bautismo, sino una participación sacramental (es decir, "misteriosa") en la muerte y resurrección de Cristo? En algunas iglesias primitivas se han descubierto antiguos batisterios consistentes en pequeñas balsas de agua en forma de cruz, con escalones para bajar en uno de sus brazos, y escalones para subir en el brazo opuesto, no sin antes haberse sumergido tres veces en el agua. Después de lo cual, el nuevo cristiano no se vestía con la misma ropa de antes, sino con una túnica blanca.
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El mensaje de los signos es evidente:

a) La forma de cruz nos recuerda que para resucitar con Cristo hay que morir con él a una vida de pecado, dando muerte al hombre viejo corrompido por el pecado, mortificando y controlando los sentidos y las pasiones que nos pueden alejar del camino de la vida.

b) La inmersión bajo el agua representa la muerte, la bajada al abismo, pues para los antiguos judíos el abismo era el lugar de los muertos.

c) La triple inmersión recuerda los tres días de Cristo en el sepulcro.

d) La salida del agua es el signo de nuestra resurrección como hombres/mujeres nuevos, criaturas nuevas renovadas por la gracia del Espíritu. El bautismo no es un simple lavado superficial. El agua del bautismo, como las aguas del Diluvio y del Mar Rojo, destruyen lo viejo (pecado, esclavitud) y de ella nace algo nuevo (gracia, libertad, hijos de Dios, pueblo de Dios)

d) La túnica blanca y nueva es el signo de esa humanidad nueva renacida del agua y del Espíritu.
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Por desgracia en nuestro tiempo no todos los signos bautismales son tan claros como lo eran entonces, y hay que explicarlos; sin embargo aún perviven:

a) Por supuesto se sigue utilizando el agua como elemento principal del sacramento, aunque en lugar de la triple inmersión se suele derramar el agua tres veces sobre la cabeza del neófito.

b) La unción (= crisma en griego) con aceite nos sigue recordando que el Bautimo nos consagra como miembros de Cristo sacerdote, profeta y rey, y nos hace, por tanto, partícipes de su sacerdocio (somos un pueblo de sacerdotes), de su realeza (somos un pueblo de reyes) y de su misión profética (somos un pueblo profético, llamado a ser portadores de la buena noticia).

c) También se sigue utilizando el signo de la vestidura blanca, pero queda reducido, por lo general, a un paño blanco colocado sobre la cabeza o sobre el pecho del niño (en países católicos la mayor parte de los bautizados siguen siendo niños recién nacidos, aunque está aumentando el número de adultos que se bautizan.

d) La vela que se enciende en el cirio pascual representa la luz de Cristo que ilumina al recién bautizado, transformándolo a su vez en luz del mundo y sal de la tierra (el rito de la sal se dejó de hacer recientemente después de la reforma del Concilio Vaticano II).

e) La oración del Padre nuestro que se reza antes de la bendición final nos recuerda que es el Bautismo el que nos permite exclamar con toda confianza: "¡Abba! ¡Padre!"
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Yo siento mucha pena porque muchos bautizados no son conscientes de su bautismo, de su condición de nuevas criaturas renovadas por la unción del Espíritu Santo, de la fuerza poderosa de Dios que hay en ellos, y que podría hacerles capaces de cualquier cosa. Pero es triste ver a tanto cristiano vivir como miserablemente como un "pordiosero", rebuscando en las cosas de aquí abajo la riqueza y la dignidad que lleva dentro. Es como si al nacer nos hubiesen abierto una cuenta corriente con una fortuna inmensa a nuestra disposición, y luego al crecer no hacemos uso de ella porque nadie nos lo ha dicho. Y vivimos como pobres infelices ignorando que somos los ricos herederos de Dios, Señor de todas las cosas, que se complace en darnos su Reino.
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Si este artículo sirve para que alguien tome conciencia de su condición y empiece a vivir la vida nueva de lo hijos de Dios destinados a reinar con Cristo, ya me daría por satisfecho. Ahí dejo la semilla. ¡Ojalá caiga en tierra buena y florezca en ella el fruto de la Pascua!
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Hermano/a, que el Señor te bendiga y haga de ti una criatura nueva.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Pequeño y grande Francisco de Asís

Era más ambicioso que su padre Pedro Bernardone, de quien aprendió el arte del comercio. Un joven agresivo, como se diría hoy, que aspiraba a triunfar en el mundo, a ser rico, famoso y poderoso. Cualidades y medios no le faltaban; por eso intentó lograr sus objetivos por el camino de las armas y la violencia.
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Su carrera militar quedó truncada, sin embargo, no sólo por su inestable salud física, sino, sobre todo, porque alguien le salió al encuentro en el camino, para mostrarle un camino mejor. Hablamos, por supuesto, de Francisco de Asís, el joven que, incluso después de su conversión, siguió siendo ambicioso y voluntarista; porque se puede cambiar de objetivos, pero no de caracter.
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El caso es que Francisco mantuvo siempre altos sus ideales, y lo mismo que de joven soñaba con ser el más grande príncipe, el más rico y el más famoso, después de su conversión lo vemos aspirando a ser "el menor, el último y el servidor de todos". ¿Por qué? Porque entendió bien aquellas palabras de Jesús en el Evangelio, cuando dice: "Quien quiera ser el primero, se haga el último y el servidor de todos".
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Es la paradoja del evangelio: hacerse el último para ser el primero, hacerse pobre para ser rico en el reino de los cielos, vender todo lo que se tiene para comprar la perla de valor incalculable o el campo que esconde un gran tesoro. Francisco entendió que el Señor le proponía un gran negocio y él, como buen comerciante, se arriesgó, lo dejó todo para tenerlo todo; se hizo "menor" para ser el más grande. Y bien que lo consiguió. No le fue fácil, es cierto, tuvo que enfrentarse primero a su padre y a sus paisanos, incapaces de comprender la novedad del Evangelio; tuvo que hacerse violencia para aceptar a los leprosos y vivir como un pobre harapiento; tuvo que defender su ideal frente a algunos hermanos suyos incapaces también de entender la radicalidad del mismo; y, sobre todo, tuvo que vencerse a sí mismo, sus ansias de dominar y de imponerse sobre los demás; pero al final lo consiguió. Por eso hoy Francisco, después de ocho siglos, sigue siendo uno de los hombres más queridos, más admirados, imitados e influyentes del mundo entero, no sólo entre católicos, sino también entre los demás cristianos e incluso agnósticos y ateos.
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No hay duda de que la vida y el testimonio de Francisco de Asís son la mejor prueba de que el Evangelio de Jesucristo no es, como algunos dicen, una utopía, es decir, algo que no existe en "ningún lugar" (eso significa utopía), sino algo que se puede vivir y practicar, y que además funciona. Lástima que, como dijo Jesús: "estrecha es la senda, y son pocos los que dan con ella"; pero ya se sabe que el Señor se complace en manifestar sus secretos a los pobres, sencillos y humildes de corazón, y el secreto de Francisco está precisamente en eso.
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Quiera Dios que este sencilla reflexión mía sirva para que algún joven ambicioso y agresivo entienda y descubra dónde se encierra la verdadera riqueza, el verdadero éxito y el verdadero poder, y sea capaz de venderlo todo para comprar esa perla y ese campo con los que podría realizar sus sueños de gloria y de grandeza.
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Paz y bien.


miércoles, 6 de febrero de 2008

Desnudos y sin máscaras

Se acabó el Carnaval. Muchos ya han guardado su disfraz llamativo y de colores para la ocasión, y han vuelto a ponerse el disfraz de todos los días, ese disfraz gris anodino que adoptamos en nuestra vida diaria. Porque la realidad es que, aunque nos cueste aceptarlo, la vida para la mayoría de nosotros es un permanente Carnaval, un continuo esconderse detrás de una máscara para que el otro no descubra mi verdadera personalidad, mis verdaderos sentimientos, mis pensamientos más sinceros.Dicen los sociólogos y psicólogos que entienden de estas cosas que nos retratamos mucho mejor en Carnaval que en la vida ordinaria. Lo que pasa es que en Carnaval podemos hacerlo, porque la máscara nos garantiza el anonimato. Pero en la vida diaria, cuando todos nos conocen, tenemos que buscar otras estratagemas para seguir escondiéndonos de los demás. ¿Las razones? Se pueden resumir en una sola: miedo a que descubran nuestras miserias o debilidades, y a que nos hagan daño.
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Lo que acabo de decir tal vez explique por qué la mayoría prefiere el Carnaval a la Cuaresma. Porque la Cuaresma, que empieza el Miércoles de Ceniza, es un tiempo en el que se nos obliga a ser nosotros mismos, y a reconocer precisamente nuestra miseria: "Recuerda que eres polvo, y en polvo te convertirás", nos dice la liturgia del día. O bien, esta otra fase: "Conviértete y cree en el Evangelio". Es mucho lo que nos pide Cristo por medio de la Iglesia. Cuando dice que hay que hacerse como niños para entrar en el Reino, nos está diciendo que dejemos a un lado nuestras defensas, armaduras, máscaras, escudos protectores, mecanismos de defensa y todo aquello que nos defiende de las agresiones, pero nos impide ser libres e ir libremente en busca del prójimo para decirte: "Te amo". Aunque eso nos vuelva aparentemente vulnerables, como un niño.
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La Cuaresma es, por tanto, tiempo de desnudarse, de atreverse a dejar a un lado las máscaras hipócritas con las que tratamos de engañarnos a nosotros y a los demás, ofreciendo una imagen falsa de nosotros mismos. Y desnudarse no es sino presentarse ante el Señor tal como somos, con nuestra pobreza, debilidades y miserias, y decirle: "Señor, sólo puedo confiar en tí; tú solo eres mi escudo protector, mi baluarte, mi roca salvadora; sólo tú me puedes despojar del hombre viejo que hay en mí, destruir esos pecados míos que oculto, y revestirme del hombre nuevo nacido de la gracia".
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Los primeros cristianos se desnudaban completamente antes del baño bautismal, y luego, al salir, ya no se ponían la misma ropa, sino que se cubrían con una túnica blanca, signo del nuevo nacimiento: "Eres ya una nueva criatura", dice el sacerdote al recién bautizado, en el momento de imponerle la vestidura blanca.
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La Cuaresma no debería darnos tanto miedo. Si supiésemos de verdad lo que significa, la desearíamos mucho más que el Carnaval, porque el tiempo cuaresmal es un tiempo de liberación, de recuperar la libertad de los hijos de Dios, que no necesitan protegerse contra nada ni contra nadie, porque han hecho del Señor su refugio seguro. ¡Lástima que muchos prefieran seguir viviendo de falsos sueños y de ilusiones vanas, aparentando siempre ser lo que no son, y ocultando siempre lo que de verdad son!
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Mi invitación a tí, amigo o amiga que me lees, es que aproveches este tiempo de gracia que llamamos Cuaresma para quitarte todas las caretas y abrirte al don de la gracia, al don de la libertad que Cristo ofrece gratis a cuántos creen en él y le siguen por la senda estrecha de quien se niega seguir por caminos que no llevan a nada y nos dejan con las manos vacías. Caminemos con Cristo hacia la Pascua liberadora, participando con él en el generoso sacrificio de quien no vive para defenderse, sino para amar a los demás, aún a costa de la propia vida, si fuera necesario. Porque no hay amor sin sacrificio, y "no hay mayor amor que dar la vida por los amigos". Como Cristo.
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Feliz Cuaresma.

lunes, 4 de febrero de 2008

Comunión y devoción eucarística


Acabo de leer la siguiente noticia:

"Recibir Comunión en la mano debilita devoción frente al Santísimo, dice autoridad vaticana. El Arzobispo Albert Malcolm Ranjith, Secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, subrayó que al recibir la Comunión en la mano se produce "un creciente debilitamiento de una conducta devota frente al Santísimo". En su opinión la Iglesia debería reconsiderar el permiso para recibirla de esta forma".

Según la misma noticia, el citado arzobispo no ha hablado como Secretario de la Congregaci´n para el Culto y los Sacramentos, sino que ha expuesto estas opiniones personales suyas, tan discutibles como las mías, en el prólogo de un libro editado en enero por la Librería Vaticana. Por supuesto que son opiniones que merecen todos los respetos, pero yo no las comparto, porque me parece, en primer lugar, que, si es verdad lo que dice, tanto él como yo, y todos los diáconos, sacerdotes, obispos, e incluso el Papa, por el hecho de tocar con nuestras manos a diario el cuerpo de Cristo antes de llevarlo a la boca, estaríamos incurriendo en un "creciente debilitamiento de una conducta devota frente al Santísimo", lo cual me parece sencillamente absurdo.

En segundo lugar, según ese razonamiento, lo que monseñor está diciendo es que los que comulgan en la boca tienen una devoción más robusta ante el Santísimo que los que lohacen con la mano. A mí eso me parece un desprecio a la conciencia de los creyentes, aparte de no tener en cuenta que lo que "contamina al hombre" no depende de la mano o de la boca, sino de lo que sale del corazón, como muy bien dice Jesucristo en el Evangelio. Por eso, uno que comulga en la mano lo puede estar haciendo con una devoción inmensamente mayor que otro que comulgue en la boca, y viceversa.

En tercer lugar, Mons. Ranjit dice que la práctica de la comunión en la mano fue "introducida de manera abusiva y precipitada en algunos ámbitos". Tampoco me parece un argumento razonable. Es cierto que en algunas diócesis y países hubo fieles que se adelantaron a comulgar en la mano antes de que la Iglesia lo autorizara; pero aquello pasó. La Iglesia permitió que los obispos lo autorizaran si lo veían conveniente, y la mayoría de ellos así lo hicieron. De ese modo, con la autoridad de la Iglesia, la comunión en la mano se permite hoy prácticamente en todo el mundo.

En cuarto lugar, por ese camino de retroceso que propone Monseñor, sólo conseguiríamos volver a aquellos escrúpulos que nos inculcaban de niños, cuando casi casi se nos amenazaba con el infierno si tocábamos la hostia consagrada con los dientes. ¡Qué privilegio tendrá la lengua, que no tienen las manos o los dientes!

En quinto lugar, yo no me imagino a Jesucristo diciendo a sus apóstoles: "Tomad y comed", mientras les ponía el trozo de pan en la boca. Eso lo hacen las mamás con sus bebés, o las enfermeras con los enfermos imposibilitados, pero no es práctica común entre los humanos en condiciones normales.

Sabemos, por último, que los cristianos de los primeros siglos no solamente tocaban con sus manos el cuerpo de Cristo, sino que lo conservaban en sus casas para los enfermos y para ellos mismos. ¿Será que le tenían muy poco respeto al Santísimo cuerpo de Cristo por esa práctica que monseñor considera debilitadora de la devoción?

Ya sé que este es un tema inacabable que se presta mucho a la polémica, pero yo pienso que a la Iglesia no le vendría mal ser mucho más conservadora de lo que es, pasando de las innovaciones medievales de la "Cristiandad" a las prácticas y costumbres mucho más antiguas de los primeros creyentes, aquellos que, como nosotros en nuestro tiempo, vivían acosados e incluso perseguidos en un mundo hostil y no perdían el tiempo en discusiones bizantinas e inútiles como esta. Porque de lo que se trata es de vivir el Evangelio a fondo y con todas las consecuencias. Hay todo un mundo ahí fuera que nos observa, y tiene hambre y sed de Cristo. De ese Cristo que se nos ofrece humildemente bajo la apariencia de pan y de vino, en ese misterio eucarístico que hacía exclamar a Francisco: "Mirad, hermanos, la humildad de Dios, y derramad ante él vuestro corazón". Eso es lo que necesita el mundo de hoy: contemplar gustar la humildad de Dios, y no tantas normas absurdas y restrictivas que lo alejan de él.

Con todos mis respetos y disculpas para quienes piensan de otro modo.

domingo, 3 de febrero de 2008

María y el sacerdocio de los creyentes

La fiesta de la Purificación de la Virgen María y de la Presentación de Jesús en el templo que celebrábamos ayer tiene muchas lecturas, y la que quiero referir aquí es, quizás, una de las más importantes.
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Veíamos ayer, fiesta de la Candelaria, cómo José y María se dirigen al Templo de Jerusalén al cumplirse los cuarenta días del nacimiento de Jesús, el primogénito, para ofrecerlo a Dios y rescatarlo con un par de pichones, como establecía la ley. Pero antes del ofrecimiento, la madre tenía que cumplir un rito de purificación legal debido al parto.
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Aparte del buen ejemplo que para todos nosotros, y en particular para todas las familias creyentes, puede suponer la obediencia y docilidad de una familia tan cumplidora, el Evangelio (Lucas, 2, 22-40) va mucho más allá en la intencionalidad del relato.
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Si, como ya comentamos en otros post anteriores, en cada episodio de la infancia de Jesús hay como un anticipo profético de su misterio pascual de muerte y resurrección, en este de la Presentación tampoco podía faltar, y no me refiero solamente a la profecía de Simeón, anunciando a María que una espada de dolor le iba a traspasar el alma.
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No olvidemos que aquí nos encontramos en el templo, en el contexto de un sacrificio. Los dos pichones fueron sacrificados, para rescatar al hijo, según la ley. Y es la madre , después de su purificación, quien presenta al hijo ante el altar. No se necesita mucha imaginación, para entender que María, en ese momento, está anticipando algo que la Iglesia realiza a diario en el sacrificio eucarístico: el ofrecimiento al Padre de su Hijo unigénito, como sacrificio agradable y hostia inmaculada por nuestros pecados y por la salvación de todos los hombres.
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María representa, pues, en ese momento, a toda la Iglesia universal, en cuanto pueblo sacerdotal llamado a presentar al Padre, desde todos los confines de la tierra, una ofrenda pura. Y, puesto que la pureza no tiene que ser sólo cualidad de la víctima, sino también de quien la ofrece, es por eso que María, previamente, se ha sometido a un rito de purificación. ¿Qué sentido tendría, si no, la purificación de quien fue concebida sin mancha y estuvo preservada de todo pecado, si no fuera porque en ese momento no se representaba a sí misma, sino a todos nosotros, creyentes que formamos la Iglesia?
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Dicho eso se entiende mejor ahora por qué, cuando acudimos a nuestras iglesias a participar del sacrificio eucaristico, y sancionamos con nuestro Amén el ofrecimiento que el sacerdote, en nombre de todos, hace al Padre del sacrificio del cuerpo y de la sangre sangre de Cristo, desde al principio hasta el fin de la celebración no cesamos de renocernos pecadores, de pedir perdón por nuestras culpas, y de rogar al Señor que nos haga dignos de estar en su presencia. ¿Acaso no es la Misa también para nosotros un rito de purificación, como lo fue para María en el templo hace dos mil años. Un rito de purificación previo a la participación en el sacrificio de Cristo mediante la comunión de su cuerpo y de su sangre. Y se entiende mejor por qué, en el caso que nuestros pecados sean realmente graves, la Iglesia nos exija también la purificación mediante el Sacramento de la Reconciliación. Pues decía Jesús: "Si cuando vas a presentar tu ofrenda ante el altar te acuerdas de que algún hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda y ve primero a reconciliarte con tu hermano".
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Desde una visión más amplia, la Cuaresma que estamos a punto de empezar no es sino un tiempo de purificación previo a la celebración de los misterios pascuales, es decir, de la dolorosa entrega de Cristo al Padre en la Cena y en la Cruz, y de su gloriosa resurrección. Quien quiera participar de ese misterio de muerte y vida, no tiene más remedio que purificarse, pues nada impuro puede entrar en la presencia del Señor.
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Y no te canso más, amigo que me lees. Espero que estas reflexiones mías te ayuden a ser mejor cristiano, y a vivir con más coherencia tu vida de fe, siguiendo el ejemplo de María y, sobre todo, el de Jesús, porque todos estamos llamados a ser, con ellos, sacerdotes, víctimas y altar, para gloria del Padre.
Que él te bendiga.

sábado, 26 de enero de 2008

Huerto cerrado

Estoy leyendo el "Mariale" o interpretación alegórico-espiritual del Cantar de los Cantares, escrito por San Francisco Antonio Fasani, franciscano conventual nacido y muerto en Lucera, en el sur de Italia (1681-1742). En su interpretación del conocido libro poético de la Escritura, la amada representa a María, y el amado al Señor Dios Altísimo. De ella quiero compartir su comentario al versículo 12 del capítulo 4, para que veamos cómo se puede leer la Escritura con otros ojos, y cómo podemos sacarle a la Palabra de Dios todo su jugo. Porque es así como nos han enseñado siempre a hacerlo los grandes Padres de la Iglesia y los grandes santos, y así es como lo sigue practicando actualmente la Iglesia, en lo que se ha dado en llamar ahora la "Lectio divina", según un esquema muy sencillo: Examen del texto (ver), interpretación del texto (juzgar), y aplicación del mismo a nuestra vida (actuar).
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"Eres huerto cerrado, hermana y esposa mía, huerto cerrado..."
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Un huerto se cierra, bien cerrado, para que no entren los animales y la gente extraña a coger sus frutos. La Virgen María fue un jardín bien cerrado, protegido por Dios; y cerrado por el lado oriental, septentrional y meridional y por el lado de levante, porque "desde el oriente", es decir, desde el instante de su concepción, hasta el "ocaso" de su vida, asi como a lo largo de su existencia, tanto si soplaba el viento del sur de la prosperidad, como si arreciaba el viento del norte de las tribulaciones, María siempre contó con la protección divina: bien cerrada y de manera hermética, para que no entrasen en su alma santísima las bestias del infierno.
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Por eso la expresión "huerto cerrado" se repite dos veces en la alabanza del Esposo divino: "huerto cerrado, en primer lugar, por ser inmune al pecado original; "huerto cerrado", en segundo lugar, por estar muy alejada de cualquier culpa actual. Los extraños, es decir, el mundo, la concupiscencia de la carne, el diablo, no pudieron entrar en su alma, no solamente no manchándola con ningún pecado, sino ni tan siquiera robándole fruto alguno de obra buena, pues ella no decayó jamás en virtud alguna.
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Por eso también es ensalzada como "huerto bien cerrado", protegido de forma poderosa por la protección divina: porque era "hermana" y "esposa" del Altísimo. Hermana, porque el Hijo único de Dios iba a asumir de su purísima carne la naturaleza humana; esposa, porque fue esposa de Dios de tres maneras, en un grado superior a cualquier otro, habiendo sido desposada por él (aplicando la profecía de Oseas) en la fe, en la justicia y en la misericordia (ver Os 2,19-20). En la fe, porque ella sola, más que nadie, fue dichosa por haber creído, como dijo Isabel, exaltando su fe: "Dichosa tú por haber creído que la palabra del Señor se cumplirá" (Lc 1,45); en la justicia, por la perfecta observancia de la justicia legal, de los mandamientos divinos y de lo que solamente se aconseja [en el Evangelio]; en la misericordia, porque la misericordia divina se manifestó en ella de la manera más singular, habiendo sido preservada de toda culpa y colmada de toda gracia. También fue desposada por Dios en la misericordia porque, siendo tan poderosa en virtud de sus méritos, se distinguió por su misericordia hacia los pecadores, hasta ser su Refugio, su Auxilio, y su Abogada.
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Oh Maria, Abogada mía, Refugio mío, única Esperanza de mi alma: por esa gracia singular que has recibido para ser huerto cerrado, hermana y esposa de Dios, consíguenos del Dios altísimo su misericordia. Hemos sido huerto arrasado por los pecados que hemos cometido, y el jabalí salvaje, el animal feroz, ha devorado la viña de nuestra alma. Haz que por tus méritos consigamos de Dios la gracia de ser, desde ahora, huerto cerrado, de modo que ninguna entrada permita a la bestia feroz acercarse para arrasar nuestras almas; más bien, que sólo tu Hijo amado encuentre en él sus delicias, como en un huerto florecido. Amén.

martes, 22 de enero de 2008

La Oración por la Unidad nació franciscana

Se cumplen ahora cien años de la Semana u Octavario de Oración por la Unidad de los Cristianos, que se celebra en todo el mundo del 18 al 25 de enero. Leo que dicha Semana comenzó en 1908 en Graymoor, Valle del Río Hudson en el Estado de Nueva York, por iniciativa de Paul James Wattson, sacerdote episcopaliano, co-fundador con Lurana Mary White, también episcopaliana, de los Hermanos y Hermanas Franciscanas de la Reconciliación, más conocidos como "del Atonement".
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De sobra es sabido la gran admiración y simpatía que Francisco de Asís ha despertado siempre en las iglesias y congregaciones no católicas. No hay más que recordar al luterano Paul Sabatier, que con su "Vie de Saint François" y otras publicaciones contribuyó en aquellos años precisamente a dar a conocer mejor en el mundo la gigantesta figura del Pobrecillo. O las congregaciones franciscanas masculinas y femeninas que existen actualmente en las iglesias luterana y anglicana.
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Wattson era un vigoroso defensor de la unión de las iglesias Católica y Anglicana, de la que forma parte la Episcopaliana, y enfatizaba el papel del Papado en dicha unidad. Entre los pocos de su confesión que compartía sus ideas estaba el Reverendo Spencer Jones, rector de la Iglesia de Inglaterra. Él fue quien sugirió al Reverendo Wattson la idea de dedicar un día del año a orar por la unidad de los cristianos en el mundo entero, y proponía el 29 de junio, fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo. Pero Wattson prefería que fuese una semana entera o, mejor, los ocho días que van del 18 de enero (antigua fiesta de la Cátedra de San Pedro) al día 25 del mismo mes (fiesta de la conversión de San Pablo).
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Un año más tarde, los Hermanos y Hermanas de la Reconciliación o del Atonement se adhirieron a la Iglesia Católica. Y como parte de su compromiso era orar para que se cumpliera el gran deseo de Jesucristo: "Padre, que todos sean uno, como tú y yo somos uno", continuaron a promover la celebración del Octavario. También el movimiento "Fe y Orden" se interesó por la iniciativa, y en 1926 publicó unas "Sugerencias para la Octava de Oración por la Unidad Cristiana". Cuatro años después, el Padre Wattson la llamó "Octava de la Cátedra de la Unidad", para remarcar el papel del papado en la unidad de todos los cristianos. En 1935, el abad Paul Couturier, un sacerdote católico francés, abogaba por una "Semana Universal de Oración por la Unidad Cristiana", en la que los cristianos de las distintas confesiones orasen juntos. Por último, el Concilio Vaticano II dió el espaldarazo al diálogo ecuménico, lo cual repercutió positivamente en favor de la Semana de Oración. Fue aasí cómo la iniciativa del P. Watson se fue extendiendo por el mundo y entre las distintas iglesias y congregaciones cristianas, hasta nuestros días.
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Lo que yo quiero destacar aquí es el espíritu franciscano que animó desde los comienzos esta loable iniciativa que sólo pretende que los deseos unidad de Jesucristo se cumplan, uniendo nuestra súplica a la suya: "Padre, que todos sean uno..., para que el mundo crea..."
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De San Francisco todos conocen su espíritu respetuoso y dialogante con los creyentes de otras religiones. ¿Quién no ha oído hablar de su increible entrevista con el Sultán de Egipto en plena Cruzada, a orillas del Nilo? Menos conocidas son sus relaciones con los herejes de su tiempo, que las hubo. Baste recordar aquel episodio en el que, a un simpatizante de los cátaros que ponía en duda la validez del sacerdocio de un párroco de vida poco edificante, Francisco le respondió con el gesto de besar las manos del sacerdote, por ser manos que, a pesar de sus pecados, tenían el poder de consagrar y administrar el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Diálogo respetuoso, pero afirmación sin rodeos de la propia fe.
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El tema del diálogo, sin embargo, no se agota en San Francisco. Los franciscanos, ya en el siglo XIII, fueron pioneros en el diálogo con el Islam, trabajaron denodadamente por conseguir la unión de las Iglesias católica y ortodoxa, y con su carácter dialogante y respetuoso lograron implantar la fe católica en China, mucho antes de que Marco Polo pusiera sus pies en aquellas lejanas tierras.
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Los cien años de la Semana de Oración puede ser una buena ocasión para que nos comprometamos también nosotros, a partir de ahora, a implorar con Cristo al Padre que todo lo puede, que todos seamos uno, a ejemplo de la Trinidad, y que se acabe el escándalo de las divisiones entre todos aquellos que creemos en Jesucristo,