lunes, 7 de enero de 2008

Contemplar el silencio de Dios


Se acabaron la Nochebuena, la Nochevieja, Santa Claus y los Reyes Magos, el arbolito y los regalos: puro jolgorio, diversión y consumo para unos, y días de fe gozosa y de meditación contemplativa del misterio de Dios que se hace uno como nosotros, para otros. ¡Como no alegrarse, sabiendo que el Hijo de Dios, su Palabra eterna, se ha fijado en la humildad de María y ha puesto en ella su morada durante nueve meses, antes de salir de ella en Belén, como sol que nace dispuesto a ser la luz de las naciones!
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Su venida a este mundo fue muy discreta, como la lluvia que cae mansamente sobre el cesped, como el rocío mañanero que refresca la tierra sin hacer ruido. Apenas unas cuantas manifestaciones, a muy pocas personas: a María, la primera; luego a José, y a Isabel, y a Juan todavía por nacer, a los pastores de Belén, a los magos de Oriente, a Simeón, y a Ana, antes de la huida a Egipto. ¿Y luego? Nada. Como cuando cae la lluvia o la nieve y se la traga la tierra. Aparentemente nada.
Sin embargo, esos treinta años de anonimato y de silencio (diez veces más que los tres años de vida pública en Palestina) tienen que tener algún significado. ¡Cómo es posible que el Hijo de Dios venga a salvar la humanidad y se pase la mayor parte de su vida terrena escondido en una perdida aldea de Galilea, teniendo tanto que hacer! ¿Tendremos que preguntarnos, como hacen muchos, al ver tanta desgracia entre nosotros: ¿Y Dios qué hace? ¿Donde está Dios? ¿Por qué Dios no interviene? ¿Por qué calla?
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Yo creo, sin embargo, que Jesucristo nunca ha estado callado. Es verdad que durante treinta años no predicó, no hizo discursos, no contó parábolas, no enseñaba al pueblo, ni siquiera manifestó a nadie su condición de Hijo de Dios y de Mesías. Pero él, siendo, como era, la Palabra de Dios hecha carne, en ningún momento dejó de hablar al mundo con su presencia pobre en medio de nosotros, con su obediencia permanente a la voluntad del Padre, con su sometimiento a María y a su padre adoptivo José, con su trabajo humilde en el taller de Nazaret, con su mirada compasiva a todas las realidades humanas que veía a su alrededor, con su intercesión callada por los enfermos, los pecadores, los pobres, los necesitados, los poderosos...
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Ahí está, creo yo, la gran lección del Silencio de Dios, ese Dios humilde que no viene a romper ni a destruir nada, sino a reconstruir viejas ruinas, a suscitar esperanzas, a sembrar semillas de bien a su paso, a compartir nuestros avatares diarios, a solidarizarse con todo hombre, rico o pobre, justo o injusto, sin rebeldías, sin amenazas, sin exigencias, sin imposiciones, enseñándonos de ese modo caminos nuevos de liberación jamás imaginados: los caminos de la paz, de la mansedumbre, del sometimiento a toda criatura por amor, de la oración confiada, del trabajo hecho con cariño, de la armonía familiar, de la discreción, de la grandeza de las cosas pequeñas y sencillas y humildes...
Cuando Jesús dijo: "Si el grano de trigo no muere no da fruto", se refería, sin duda, a su próxima pasión, pero también se estaba refiriendo a esa "muerte" lenta de quien entrega diariamente su vida al Padre y a los otros por amor; de quien se humilla para ser ensalzado, de quien se hace el último para ser el primero en el reino. ¡De nuevo la humillación de Dios! ¡Cuánto nos cuesta entender el gran misterio de la Encarnación de Dios! Ese misterio que hacía exclamar a Francisco: "¡Mirad, hermanos, la humildad de Dios!" Cómo nos resulta difícil aceptar que Dios no es aquel Dios terrible y lejano del Antiguo Testamento, sino el Dios Padre y Hermano del Nuevo.
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Mi invitación hoy para ti, amigo o amiga que lees estas líneas, es que aprendamos a meditar y a contemplar, como María, el misterio de Jesucristo y de su vida oculta en Nazaret. Dos veces nos dice San Lucas en su evangelio que María, en aquellos años que tuvo a Dios escondido en su casa, "guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón". María en Nazaret no tenía necesidad de leer la Biblia. Le bastaba con observar a su Hijo, contemplar sus gestos, sus actitudes, sus expresiones, su manera de ser y de trabajar, su sumisión humilde a ella y a su esposo José; y meditar su significado y su enseñanza para ella. Lo que María leía era la Palabra viva del Padre que se había hecho carne en ella, y había plantado su tienda en su casa y en medio de los hombres. Nosotros si necesitamos de la Biblia, pero no tanto como objeto de estudio, sino para contemplar, como hacía ella, todo lo que en la Escritura se nos dice acerca del Verbo. Porque cada palabra de Jesús, y cada silencio suyo, es una lección que Dios nos da, para que aprendamos de su Hijo a vivir como hijos suyos. Hay tanto que aprender! Que María nos enseñe a contemplar y a imitar, en medio de nuestras tareas domésticas y del trabajo diario, el elocuente "Silencio de Dios".
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Paz y bien

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