jueves, 10 de enero de 2008

¿Quién es mi prójimo?


Este bello cuadro de Vincent Van Gogh está inspirado en la parábola del Buen Samaritano, que solamente podemos leer en el evangelio de Lucas 10,25-37: "Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: Cuida de él y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta".
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Jesús contó esta parábola para responder a un letrado que le había preguntado, con intención de ponerlo a prueba, qué tenía que hacer para heredar la vida eterna. Jesús le había respondido con el primer mandamiento del Decálogo: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser", añadiendo: "y al prójimo como a ti mismo".
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En realidad, Jesús le había resumido en pocas palabras la Ley de Dios, que en el Antiguo Testamento aparece muy desmenuzada en pequeños y grandes preceptos. Pero el letrado parecía no haber entendido bien, y pregunto: "¿Quien es mi prójimo?".
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La parábola empieza como un hecho de crónica de sucesos: un viandante es agredido por unos delincuentes que le roban todo lo que lleva y le dan una paliza, hasta dejarlo medio muerto. Es algo que pasaba en tiempos de Jesús y que sucede en nuestros días. Nada ha cambiado al respecto. Como también sucede hoy, igual que entonces, que haya personas que al ver a alguien malherido sigan su camino, ya se por miedo, ya por no comprometerse. Jesús con la parábola nos enseña que nuestro prójimo que tenemos que amar es todo aquel que a diario, en cualquier circunstancia, se cruza en nuestro camino.
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Llama la atención en la parábola que los que pasan de largo sean un sacerdote y un levita, y que el único que se detiene a ayudar al malherido sea un samaritano. Los judíos no se hablaban con ellos y los despreciaban porque, según ellos, no vivían la fe con la misma pureza que ellos. Pureza formal, por supuesto, pero no de corazón.
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Ya sé que en un mundo tan materializado como el nuestro parece que no hay más desgracias que las enfermedades y las violencias físicas o el hambre o la muerte del cuerpo. Pero en tiempos de Jesús y durante muchos siglos después, hasta nuestros días, los verdaderos creyentes han entendido que los males espirituales son peores que los materiales, e incluso muchas veces son aquellos males los verdaderos causantes de estos. Por eso la parábola hay que leerla también en clave espiritual.
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Eso es lo que me gustaría destacar aquí, porque una lectura precipitada de la parábola no nos permite captar toda su riqueza de contenido. En ese sentido, el hombre que baja de Jerusalén a Jericó atravesando el desierto podría representar, por ejemplo, a la humanidad entera, que peregrina por el desierto de esta vida, en medio de mil peligros que acechan. Y no son menos peligrosos que unos ladrones violentos la tentación, el pecado y el mal, que pueden dar muerte a nuestra inocencia y a nuestra dignididad de hijos de Dios, hechos a imagen y semejanza suya.
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Es por eso que Dios, no puede permitir que sus hijos amados, es decir, toda la humanidad, mueran espiritualmente. Por eso nos ha enviado a su Hijo predilecto, que ha tomado nuestra condición para hacerse nuestro prójimo y compadecerse de toda miseria humana. Él es, como se ha creido siempre en la Iglesia, el buen samaritano que sale a nuestro encuentro para vendar nuestras heridas con el aceite de la compasión y el vino de su sangre. Él es el que nos deja bajo los cuidados de su Iglesia (el posadero), a la que ha dado la misión de seguir curando a la humanidad de todos sus males, hasta que él regrese con su paga. "Como el Padre me ha enviado, así os envío yo", dijo Jesús a los suyos al despedirse, antes de su regreso al Padre. Es por tanto la Iglesia entera y cada uno de nosotros, sus miembros, quienes debemos imitar a Jesús nuestro maestro, y ser los buenos samaritanos que el mundo necesita, no sólo para atender a los enfermos físicos o dar de comer a los hambrientos de pan, sino para compadecerse de toda miseria humana, empezando por el pecado, y continuando por la ignorancia de Dios, la vida sin sentido, todas las esclavitudes físicas y morales, y tantas heridas del corazón por falta de afecto.
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A ti, amigo o amiga que lees esto, te recomiendo que medites bien esta parábola y procures sacarle todo su jugo, para comprender el gran amor que Dios nos tiene, y el gran amor que nosotros debemos tener por nuestros prójimos, si es que queremos ser imagen y semejanza suya, y si queremos poner en práctica nuestra vida el primero y principal mandamiento.
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Paz y bien.

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