lunes, 21 de enero de 2008

El silencio de los corderos

El otro día leía cómo fueron asesinados dos franciscanos conventuales en Perú, a manos de terroristas de Sendero Luminoso. Los ideológos de la organización les habían lavado el cerebro convenciéndoles de que la religión es el opio del pueblo y que los curas son agentes del imperialismo. No les importó que aquellos dos jóvenes misioneros se hubiesen consagrado al Señor renunciando a formar una familia, que hubiesen abrazado una vida de pobreza, que hubiesen dejado todo a miles de kilómetros de allí para dedicarse a servir al pueblo, de que, aparte de anunciar el evangelio con la vida y la palabra, se dedicaran a promover a las mujeres, a atender a los enfermos, o a paliar en la medida de lo posible las carencias de alimentos o de ropa. Es más, tanto les molestaba que repartiesen alimentos a los más necesitados, que la noche que se los llevaron para matarlos volaron con explosivos el almacén de Caritas.
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Testigos de lo sucedido fueron una religiosa, un grupo de jóvenes y otros miembros comprometidos de la parroquia, y todos sus testimonios concuerdan en una cosa: Miguel y Zbigniew no opusieron ninguna resistencia. Como corderos llevados al matadero, de sus bocas no salió una protesta, ni un reproche. Se dejaron maniatar y llevar en sus propios coches al lugar del suplicio. Sabían que Sendero actuaba en la zona, sabían que sus vidas corrían peligro, podían haber escapado de allí, pero prefirieron quedarse, porque eran conscientes de que el pueblo los necesitaba. La noche que fueron a buscarlos a la parroquia, Zbigniew estaba curando la herida de una niña. Le avisaron, pero él respondió: "¿Y qué tengo que hacer? Seguir".
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Por increible que parezca, el Cordero de Dios sigue teniendo seguidores, hoy como ayer. Si él fue llevado al suplicio de la cruz sin abrir la boca, hoy sigue habiendo discípulos suyos que lo siguen fielmente por el mismo camino. Lo mismo que hace 18 siglos, cuando una niña indefensa de 12 años, Inés, fue martirizada en Roma por no querer renegar de su fe. El nombre de esta mártir, cuya fiesta celebramos hoy, viene de Agnes, femenino de Agnus; significa "cordera", digno nombre para quien sacrificó su vida por amor de Aquel que entregó su vida por amor nuestro.
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Y me ha llamado mucho la atención la primera lectura de hoy, porque en ella se cuenta cómo el profeta Samuel, en nombre del Señor, reprocha a Saúl no haber exterminado a los enemigos, y haber permitido que sus hombres recogieran el botín. Saúl trata de justificarse, alegando que parte de los ganados arrebatados al enemigo fueron sacrificados al Señor, pero la justificación no es aceptada: la obediencia vale más que mil sacrificios, responde el Señor por boca de Samuel. Es lo mismo que decía el salmo responsorial de ayer: "Tú no quieres sacrificios ni ofrendas..., en cambio me abriste el oido. Entonces yo dije: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad". Es lo que hizo Jesús: "Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya".
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Cristo se dejó arrastrar a la cruz como un cordero mudo. El "Siervo de Yavé" no abrió la boca, porque entendía que esa era la voluntad del Padre. Por eso, sus últimas palabras en la cruz no fueron sino estas: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Los que siguen al Cordero imitan su ejemplo: callan y, como mansos corderos, ofrecen sus manos y su cuello a los verdugos, y se ponen en las manos de Dios, porque saben que es el momento de dar el supremo testimonio (=martirio, en griego) de la fe el Cristo y de la caridad hacia los hombres.
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Si hay algo que me admira de los mártires es la gran fortaleza y serenidad que demuestran en el momento supremo de entregar su vida. No creo que nadie sea capaz de algo así, si Dios no les concediera la gracia de permanecer en paz. Estoy seguro de que el Señor, de alguna manera, los prepara y les anima haciéndoles sentir su presencia. Porque la renuncia a la propia voluntad y la entrega de la propia vida es el mayor testimonio que un cristiano puede ofrecer al mundo, mucho mayor que mil discursos, mucho mayor que mil actividades pastorales, mucho más que mil esfuerzos y compromisos. Por eso se dice que la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos.
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¿Quiero decir con eso que para ser verdaderos seguidores de Cristo hay que ser mártires? Sí y no. Porque lo importante no es el martirio, sino que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios es que estemos dispuestos a sacrificar y entregar diariamente nuestra vida, soportando pacientemente todas las pruebas y tribulaciones por amor del Señor y por amor al prójimo.
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Francisco de Asís lo entendió perfectamente. A un hermano que le preguntó si soportaba mejor su larga y penosa enfermedad que un violento martirio, le respondió: "Para mí, lo más deseable, dulce y agradable ahora y siempre es que se haga en mí lo que más agrade al Señor. Sólo deseo estar de acuerdo con su voluntad y cumplirla, aunque sólo tres días de esta enfermedad me resulten más duros que cualquier martirio. Y no lo digo pesando en el premio, sino por las molestias que trae consigo".
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Que el Señor te bendiga con su paz.

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